Por Jaime Orozco Parejas, Cronista Municipal.
Cuando el cura Hidalgo decidió tomar el estandarte de la Virgen de Guadalupe, como bandera de la lucha que emprendía en septiembre de 1810, le dio un sentido religioso a la guerra de independencia. No era imposible imaginar la respuesta popular: el cura fue visto entonces como un hombre ungido por la divinidad para liberar al pueblo oprimido. La respuesta española fue inmediata. De poder a poder, el Virrey Francisco Xavier Venegas mandó traer la imagen de la Virgen de los Remedios para resguardarla de los insurgentes, pero sobre todo para enarbolarla como bandera de los ejércitos realistas. El virrey se veía a sí mismo como Cortés siglos atrás: ante una situación que parecía irremediable, la Virgen de los Remedios había acompañado al conquistador hasta el triunfo. Las medidas del virrey llegaron demasiado lejos. A la Virgen de los Remedios se le dio grado militar y desde entonces se le conoció como La Generala. Las monjas del convento de San Jerónimo la vistieron con los blasones y la banda correspondiente, y el niño Jesús que cargaba en sus brazos también fue vestido según la usanza. En procesión, la madre de Dios, recorrió la Ciudad de México, mostrando su bastón de mando en una de sus manos, y podía observarse a su pequeño hijo portando un sable. La Virgen y su hijo, Jesucristo, en pie de guerra.
En sus orígenes la mitificación de las dos imágenes se dio de manera similar, ambas tenían miles de fieles creyentes absolutos de sus milagrosas apariciones. Cabe aclarar que en la historia local se sucedieron sendas apariciones de María, una en el cerro que actualmente conocemos como de los Remedios, anteriormente (Otoncalpulco), apersonándosele al indio Juan del Tovar, y otra, exactamente diez años después de la toma de la Gran Tenochtitlan, en la árida serranía de Tepetlecaczol, que quiere decir en la nariz del cerro, y que los españoles pronunciaban Tepeyac, cerca del antiguo santuario de Tonantzin, la diosa madre de los nahuas. No obstante, si Remedios fue aceptada por los feligreses de los pueblos de españoles, la apedrearon en los segregados pueblos de indios, y ello por ser patrona de las tropas españolas. Como ya anteriormente se mencionó, por definición, serían dos advocaciones de la misma diosa madre, la sagrada María, que en Guadalupe adoramos, por obra y gracia de las proyecciones de la historia terrena en el Cielo, se volvieron dos deidades tan distintas entre sí que guerrearon en dos bandos mutuamente excluyentes.
Cuando en 1811 Miguel Hidalgo e Ignacio Allende, después de ganar la batalla de las Cruces, por un misterio todavía no descifrado, se retiraron sin tomar la Ciudad de México, que había quedado a la merced de estos líderes insurgentes y de sus tropas; José Joaquín Fernández Lizardi, en su obra “La muralla de México en la protección de María Santísima nuestra señora”, no sólo recuerda, que la Virgen de los Remedios había actuado como inexpugnable parapeto, como muralla protectora de la paz, que, sin duda alguna, era defendida y deseada por el virreinal gobierno español, que seguía invocando a María como “muralla y defensora”. En suma, desde el siglo XVIII y especialmente de 1808 a 1827 se gestaron los discursos y demás prácticas y ceremonias para que operaran como el escudo defensivo, como una “muralla” que habría de proteger a los habitantes de México que hablaban español de los agresivos procesos desdiferenciadores, que amenazaban dejarlos sin una personalidad cultural o étnica.
Al final, triunfó la causa insurgente y la Virgen de Guadalupe. No en términos religiosos, ni porque fuera mayor la devoción del pueblo por ella; venció porque era un símbolo de unidad; un elemento que conjuntaba a todos aquéllos que se consideraban pertenecientes al mismo terruño; aquéllos que veían la historia desde 1521 como algo común a todos. La Guadalupana era una Virgen innegablemente mexicana. Con la consumación de la independencia, en 1821, llegó la reconciliación de ambas advocaciones a los ojos de los mexicanos: La Morena y La Generala compartirían un futuro común en un país que iniciaba su andar en la historia.